Hoy he vuelto a tener ese sueño
angustioso en el que no soy capaz de salir de un círculo vicioso de escaleras. Escaleras
como las de las entrañas de un feo edificio de hormigón gris y sin amor;
escaleras que se expanden hacia abajo y en el infinito sin final aparente,
mientras, siempre, a mi derecha, de manera ilógica, rota conmigo un gran
ventanal alargado hacia arriba, desde donde vengo y a donde vuelvo, y tras él
se dilucida el espectro de la nieve cayendo inexorable en un cielo gris y
sucio. Es la misma nieve que se escupió por la tierra el día del entierro de mi
padre. El adiós al viejo fue a contraluz, y jamás miré al ataúd, cuyo frío
rostro de negra madera de caoba (yo siempre dije que ese tipo de lujos a un
muerto están fuera de lugar), fue bastante más condescendiente de lo que fue mi
padre en vida (acaso porque fue Don Juan, fue Alighieri y Caravaggio, y no fue
ninguno de ellos). No miré siquiera en el último momento, cuando los copos
efímeros daban un surrealista aspecto de enorme mariquita negra a la caja; ni
cuando la gran mole de tumbas le llevó al anonimato de las cruces de piedra y
los pasos rápidos por el miedo a los muertos. Por eso se quedó grabada la imagen
de la nieve en mi cabeza, y por eso mi padre me despreció una última vez antes
de desaparecer por siempre en el tiempo.
El sueño de las escaleras
interminables me perturba. La idea de eternidad me da vértigo, y duermo
aterrado cada noche, expectante por si de repente me vuelvo a ver obligado a
descender otra vez, maldito y anclado en la historia como Prometeo, sufriendo
ser el único ente invariable en su tarea en el lecho de un mundo cambiante y
maravilloso. Temo porque cuando llueva no cese nunca, temo porque todas las
cosas pierdan el valor de espontáneas, y con ellas se vuele su belleza. Temo
porque los versos de Bécquer se vuelvan fríos y monótonos, y el dolor de
Beethoven en su música, y su pasión, se pierdan en mi memoria, destinada a
olvidar y confundir hechos en el tiempo (cómo olvidar la Revolución Francesa,
la boda de mi hija, su eterna desaparición posterior, el desprecio de mi padre;
si no es suplantando tales recuerdos por otros).
Mamá siempre dijo que mis sueños son premoniciones. Ahora, lo único que me salva de la locura es este páramo, tan muerto como yo, lleno de árboles secos y grisáceos, y una extensión enorme de hierba verde y mentirosa, como la condescendencia a un niño. Siempre, al despertar empapado en sudor por el esfuerzo de la inacabable carrera onírica, su sola presencia, muda e impersonal al otro lado de la ventana de mi habitación, me recuerda brevemente que sigo vivo, por algún extraño azar que no acabo de comprender.
Mamá siempre amó este lugar.
Mamá (también) estaba enferma.
Mamá rehuyó vivir en el piso de
arriba cuando su enfermedad comenzó a arrebatárnosla. Decía temer subir las
escaleras y no lograr llegar jamás arriba. Sentía auténtico terror.
Mamá también murió, pero aquel
día no nevaba. Quizás mi sueño sea la síntesis de ambos, padre y madre, unos
recuerdos que tienen que disfrazarse porque no quieren desaparecer. Mi memoria
me ha traicionado. Ahora tiene nombre alemán. Mis recuerdos intentan salvarme,
y salvarse, pero es completamente estéril cualquier esfuerzo.
Cada mañana despierto empapado en
sudor, y cada mañana me asomo a una ventana por instinto. Cada mañana me cuesta
más reconocer esta, mi tierra natal. Al hombre se le arrebatan todas sus cosas
amadas esta vida. A cambio, queda el insondable olvido y un abandono cruel. La
vida de un hombre es insignificante, si no queda un recuerdo vivo de él. Espero
que alguien guarde los míos, que pierdo como si se me cayesen de los bolsillos.