sábado, 22 de marzo de 2014

A. Suárez.

Hoy he vuelto a tener ese sueño angustioso en el que no soy capaz de salir de un círculo vicioso de escaleras. Escaleras como las de las entrañas de un feo edificio de hormigón gris y sin amor; escaleras que se expanden hacia abajo y en el infinito sin final aparente, mientras, siempre, a mi derecha, de manera ilógica, rota conmigo un gran ventanal alargado hacia arriba, desde donde vengo y a donde vuelvo, y tras él se dilucida el espectro de la nieve cayendo inexorable en un cielo gris y sucio. Es la misma nieve que se escupió por la tierra el día del entierro de mi padre. El adiós al viejo fue a contraluz, y jamás miré al ataúd, cuyo frío rostro de negra madera de caoba (yo siempre dije que ese tipo de lujos a un muerto están fuera de lugar), fue bastante más condescendiente de lo que fue mi padre en vida (acaso porque fue Don Juan, fue Alighieri y Caravaggio, y no fue ninguno de ellos). No miré siquiera en el último momento, cuando los copos efímeros daban un surrealista aspecto de enorme mariquita negra a la caja; ni cuando la gran mole de tumbas le llevó al anonimato de las cruces de piedra y los pasos rápidos por el miedo a los muertos. Por eso se quedó grabada la imagen de la nieve en mi cabeza, y por eso mi padre me despreció una última vez antes de desaparecer por siempre en el tiempo.

El sueño de las escaleras interminables me perturba. La idea de eternidad me da vértigo, y duermo aterrado cada noche, expectante por si de repente me vuelvo a ver obligado a descender otra vez, maldito y anclado en la historia como Prometeo, sufriendo ser el único ente invariable en su tarea en el lecho de un mundo cambiante y maravilloso. Temo porque cuando llueva no cese nunca, temo porque todas las cosas pierdan el valor de espontáneas, y con ellas se vuele su belleza. Temo porque los versos de Bécquer se vuelvan fríos y monótonos, y el dolor de Beethoven en su música, y su pasión, se pierdan en mi memoria, destinada a olvidar y confundir hechos en el tiempo (cómo olvidar la Revolución Francesa, la boda de mi hija, su eterna desaparición posterior, el desprecio de mi padre; si no es suplantando tales recuerdos por otros).

Mamá siempre dijo que mis sueños son premoniciones. Ahora, lo único que me salva de la locura es este páramo, tan muerto como yo, lleno de árboles secos y grisáceos, y una extensión enorme de hierba verde y mentirosa, como la condescendencia a un niño. Siempre, al despertar empapado en sudor por el esfuerzo de la inacabable carrera onírica, su sola presencia, muda e impersonal al otro lado de la ventana de mi habitación, me recuerda brevemente que sigo vivo, por algún extraño azar que no acabo de comprender.

Mamá siempre amó este lugar.

Mamá (también) estaba enferma.

Mamá rehuyó vivir en el piso de arriba cuando su enfermedad comenzó a arrebatárnosla. Decía temer subir las escaleras y no lograr llegar jamás arriba. Sentía auténtico terror.


Mamá también murió, pero aquel día no nevaba. Quizás mi sueño sea la síntesis de ambos, padre y madre, unos recuerdos que tienen que disfrazarse porque no quieren desaparecer. Mi memoria me ha traicionado. Ahora tiene nombre alemán. Mis recuerdos intentan salvarme, y salvarse, pero es completamente estéril cualquier esfuerzo. 

Cada mañana despierto empapado en sudor, y cada mañana me asomo a una ventana por instinto. Cada mañana me cuesta más reconocer esta, mi tierra natal. Al hombre se le arrebatan todas sus cosas amadas esta vida. A cambio, queda el insondable olvido y un abandono cruel. La vida de un hombre es insignificante, si no queda un recuerdo vivo de él. Espero que alguien guarde los míos, que pierdo como si se me cayesen de los bolsillos. 

viernes, 31 de enero de 2014

Sólo tinta estática.

Verónica podría haber sido cualquier cosa sin llegar a ser nada en absoluto, un mero nombre, una sombra en la imaginación desdichada, una mentira que pudiera haber parecido alguna vez alguien de verdad. Verónica era la venganza sobre el tiempo, muy probablemente. Pero jamás tuvo alguna consistencia más allá del vapor de su figura por los pasillos, los pasillos de su mente, de la que era dueña y señora. Aunque lo negara, era el mismo hecho de que fuera el fantasma de las nieblas de su cabeza lo que le daba miedo, y lo que le prohibía desatarla y dejarla ser. Si la hubiera liberado, se habría materializado con cualquier forma frente a él, y le habría derrotado (otra vez).


Por eso, Verónica tenía tan sólo una sonrisa como un susurro, y unas connotaciones demasiado frágiles como para escribir sobre ella. Era todo aquello que no había perdonado nunca, porque nunca había tenido que hacerlo; porque los espejos siempre le devolvían una mirada más vieja que la suya y le mentían sobre quién era. Verónica se apoderó mucho y muy seguido de sus cabales, y siempre acabó tendido sin aliento. Verónica era el mal, su mal, pero algo tan necesario como su oxígeno.Quizás el hombre que fue sí podría haber vencido a aquel fantasma, pero en los delirios de sus sueños ella era invencible, porque estaba hecha en su carne, y no podría morir nunca por el tiempo, porque el tiempo era algo tan insustancial para a ambos que lo tomaban tan sólo como un incómodo y molesto encuentro de vez en cuando al mirar a los días que volaban.

Ella era sus mediodías y sus medias de lencería fina cuando se descuidaba, y había tenido la enorme desgracia de llamarse el único nombre que él adoraba escribir con su caligrafía pulcra y cursiva. Ella era el sonido que se quedaba flotando para siempre en el eco del universo cada vez que escuchaba aquel apelativo. Ella era su tormento aceptado voluntariamente, y sabía que acabaría devorándolo, como ocurre con las verdaderas pasiones. Y lo peor es que ella misma le perseguía, en silencio y desde la confianza del olvido, desde lo más profundo de su odio inmaterial (porque Verónica pesaba como el aire, y no podía desarrollar un odio tan poderoso). Sus piernas interminables le guiñaban un ojo cada vez que él se paraba a observarla, con la mirada partida entre el amor y el terror, como cuando miraba la exótica y terrible belleza de un Delacroix. Era ella siempre la que le besaba los labios con una dulzura y un frío antagónicos, y la que vivía unos segundos en sus lágrimas desordenadas de los días tristes de sus meses. Sin saberlo, él amaba a Verónica tanto como la temía. Y más de una vez quiso ser él quien la persiguiera a ella, y perderse ambos para siempre y olvidarse de la física y del mundo. O mejor, dejar que fuera ella la que le derrotase de una vez por todas.


Pero como Verónica  nunca tuvo unas connotaciones lo suficientemente fuertes, se quedó sin esta historia.



jueves, 23 de enero de 2014

Gris (cuento corto)

El corazón se detuvo con un golpe seco. Nana cesó en su retahíla de palabras, quedándose la última muerta en sus labios mientras su marido caía de espaldas. Su enorme cuerpo, ancho por la herencia de unos huesos grandes y una vejez desmesurada y alimentada por una riqueza inigualable, levantó los muebles del salón al caer. Adriana se quedó muy quieta, observando cómo los últimos resquicios de vida de su padre se ahogaban entre insultos que bloquearon su garganta, y un reflejo involuntario de su brazo izquierdo. El corrupto corazón de Ovidio se llevó al legendario contrabandista en una especie de suicidio subconsciente ante su intento de atentar contra lo único bello que quedaba en su vida. Ovidio no lo sabía, pero aborrecía la inmensa fortuna que había hecho con el dolor y el sufrimiento ajeno, como todas las fortunas del mundo, y tan sólo amaba realmente a su mujer y a su hija. Aún recordaba cuándo vio por primera vez a Nana: él era apenas un delincuente de poca monta que acababa de hacerse un hueco entre los míticos Amadises y demás contrabandistas de diamantes, aquellos que al sonreír hacían temblar a los dioses, y eran bellos y altivos, pero terribles y crueles (quizás por eso tenían miedo los dioses, porque su divinidad no estaba tan lejos de los hombres). Cuando aquel joven Ovidio vio a Nana por primera vez, fue en Ginebra. Venía de hacer un trabajo sucio para algún Napoleón o Augusto, y desde que vio a aquella mujer de tez blanca y ojos azules, bisnieta de reyes, se juró a sí mismo secuestrarla y llevársela a su tierra, para ganar prestigio a los ojos de las infernales deidades de los contrabandistas, y terror a los de los hombres. Aquella misma noche, Nana dijo adiós llorando en silencio a las altas cumbres, a los ricos embajadores babilonios y a los cultos príncipes europeos, y a los finos salones, y al mundo civilizado en general. Era por eso que Adriana creció a la sombra de la ignorancia y el amparo de la calamidad, en el refugio y condena de la mentira, y la maldición de una madre arrebatada de su vida y arrojada a la penuria de un clima y un país salvaje y hostil; una madre que jamás la consideró su hija, por haber sido fruto de la desgracia, y un error, y por eso, Nana jamás se permitió a sí misma quedarse embarazada otra vez.

Sin embargo, Ovidio sí que amó a su hija, a su manera tosca e insensible, pero la amó. Recordaba el tacto suave de los rizos cuando la acariciaba con una mano,  mientras recontaba con la otra  los cientos de miles de botecitos que guardaba en una biblioteca, catalogados por procedencia, densidad y calidad (todo en ese orden). Podía recordar el olor y el tacto del cabello de su hija, pero no los 412317 diferentes precios. Quizás se había equivocado, y había vivido, y muerto, equivocado. Quizás aquello fuera lo último que pensó cuando la vida voló de él, y un “perdón” en chabacano, terriblemente humano y universal, dirigido a todos y a todo, se deslizó con su último suspiro entre los labios ya purpúreos.

Hubo en el salón un silencio profundo, que acunó el crepúsculo y la caída del sol, que fue como la llegada al infierno de Ovidio, y que tan sólo se rompió por el crujir de los leños en el fuego y por el ulular del viento fuera. Quizás fue aquel viento, que auguraba desgracias, y que siempre hizo recelar a Ovidio (y que desde entonces estuvo maldito por su familia), fue el que avisara de la muerte del señor a los criados. Con varios golpes en la puerta, clamaban su libertad ahora que el tirano había muerto, y ya no había nada que les atase a aquella colina, y a aquella maldita mansión, ni a rendir pleitesía como a dioses a aquella familia de locos. Nana, al oír todos estos gritos en lengua guajira, bajó con una gran compostura y dignidad, la que le otorgaba su ascendencia de emperadores y reyes de campesinos y pobres, y abrió las dos enormes puertas de madera, gemelas a las del Baptisterio de Florencia, de par en par. La figura de Nana se hizo entonces imponente y majestuosa, como una deidad poderosa de aquellos paganos, o como una triunfal virgen para María, la única indígena cristiana de todo el valle, y todos callaron de golpe y volvieron a sus chozas en el enorme jardín intratable, lleno de malas hierbas, y hiedra, y algunas flores tropicales que habían ido invadiendo parte del ala este desde la cercana jungla al pie de la colina.

Y desde aquel momento, comenzó el reinado de Nana


martes, 7 de enero de 2014

Invierno (cuento corto)

Ninguna perfección llegó a escapar de aquel invierno que se hizo horripilante y tan largo como cortas las palabras, y así todas las flores se helaron o se pudrieron en un bello y aterrador espectáculo de colores muertos. Adriana ni siquiera intentó huir de él, sino que se dejó mecer por aquella maldita magia de braseros encendidos y conversaciones que se apagaban con sus pretéritos padres, tan absortos en el exuberante pasado de gloria y vicios exóticos, que no se daban cuenta de que estaban poco a poco más cerca de la muerte. Cada día le costaba más hablar francés; y su imperial nombre se volvió un susurro cálido, y ya tan sólo de vez en cuando, entre los dorados reflejos del pasillo de oro, cuando las lágrimas de lluvia arañaban fuerte los cristales y jugaban a desconcentrarla. En aquel pueblo nunca nevaba, sólo llovía, con una malvada intensidad que parecía querer recordar algo inexistente en aquella villa de nieblas y secretos tan obvios como el odio que se profesaban todas y cada una de las familias. Adriana nunca lo entendió, y como la Cándida Eréndida, se encargaba todas las mañanas de sacar brillo al pasado, desempolvando el susodicho pasillo de oro, lavando la cubertería de Amberes, limpiando las alfombras de Babilonia y alimentando a los dos gatos persas que eran dueños y señores del ala derecha de la faraónica casa donde había ido a morir Ovidio el Viejo, el legendario contrabandista de lágrimas de vírgenes. Cada una de las doce chimeneas ciegas que punteaban el tejado eran viva muestra de la excentricidad del vejestorio que maldecía todo en silencio desde la amnesia del brasero; al igual que el enorme jardín trasero que jamás había albergado más que malas hierbas y hiedra; o los correspondientes doce salones de las doce chimeneas; o los muebles de caoba africana y pino noruego; o los manteles bordados de Bohemia; o incluso los catorce criados negros que hablaban cada uno una lengua diferente, y todos el español, porque eran de Sudamérica. Adriana, aunque era  la señorita de la casa, siempre se había llevado bien con ellos desde que les conoció, pese a los discursos racistas de su padre en la cena (cuando todavía podía cenar en el comedor, y hablar con un mínimo de voz y coherencia); y realmente se identificaba con aquellas sombras silenciosas y dolientes. Los criados trabajan tan sólo limpiando la casa por fuera, porque Ovidio jamás les dejó entrar, e incluso llegó a cederles con esfuerzo y asco unos pequeños cobertizos en el monumental jardín; mientras que lo que hacía Adriana era ocuparse sin ningún tipo de pago de todo el delirio interior.
Así se gastaron los días grises, cuando el cielo era una enorme masa de cenizas mojadas que amenazaban con desplomarse al instante sobre el pueblo y sobre todo. En el momento en que los días terminaron de gastarse en su exacto calendario irónico, Adriana supo que habría de llegar el fin, y por primera vez en mucho tiempo oyó a su madre suspirar algo en francés, y luego ahogarse en un torrente de lengua guajira que nunca había hablado en presencia de su marido. Su madre era natural de los Alpes franceses, y desde que había llegado a su prisión, millas ultramar de sus nevadas colinas y elevadas cumbres, jamás podría haber conocido tal lengua; porque únicamente  había conocido de la población local la lengua de los lamentos, la pobreza, el hambre, el calor, los mosquitos, la malaria verde y la plaga de insectos que acabaron con las kilométricas plantaciones de algodón grisáceo.  
Esas plantaciones siempre habían sido un espejo del cielo, y así, cuando un día el sol rompió el bíblico cerco de nubes plomizas, trajo consigo el castigo para la soberbia de los señores, que alguna vez creyeron ser más poderosos que Dios, y por eso nunca fueron a la Iglesia. Las nubes dejaron paso a un astro abrasador, y a otras nubes de mangostas y demás malévolos devoradores de cosechas, que en una dantesca escena hicieron desaparecer al algodón para siempre. Algunas motas grises, como lágrimas petrificadas, volaban, efímeras supervivientes, exhalando sus últimos suspiros. Un par de ellas se enredaron en las sedas de la litera romana donde viajaba Nana, la madre de Adriana, prisionera convaleciente, portada por cuatro fuertes esclavos de Ovidio, que marchaba delante, riéndose a carcajadas de la desdicha de los señores. Veía sus miradas aterrorizadas por la fortuna perdida, y él sentía regocijo, porque la fuente de su objeto de contrabando era ilimitada y atada eternamente a la existencia humana: el sufrimiento y el amor roto de las vírgenes. Así, Ovidio se hizo el personaje más importante en el Valle, amasando una enorme fortuna arrancada noche tras noche a todas las jóvenes del mundo. Los ricos magnates de los países desarrollados pagaban locuras por un frasco de lo que para ellos era un vigorizante y poderoso afrodisíaco. Ovidio también se jactaba de ello mientras embestía una y otra vez, noche tras noche, a su mujer francesa, con la misma delicadeza que a cada una de todas las mujercitas que llenaban sus frascos. De tal manera, su mujer vivió como una reina prisionera en la gigantesca mansión que se levantó en un año y que duraría ciento un años más.
Adriana notó perfectamente cómo la respiración pesada y enferma de su padre se detuvo de golpe, perdiéndose en el cargado aire del barroco salón. Ovidio se quedó quieto y tenso. Sus ancestros más profundos rechazaron aquella lengua de maldiciones y penas, y de jungla y de choza; la misma lengua materna que llevaban cosida a su tez morena y a sus acentos en las enes. Aquel rechazo irracional tenía su base en el miedo, y en la ignorancia, y en los miles de libros callados que Ovidio, y su padre, y su abuelo Tarquino, y ningún rico de aquel lugar habían leído jamás; y en la estúpida moda que habían traído los ingleses de hablar en su lengua sistemática y fría. Pero los ingleses murieron todos por las enfermedades de la jungla, su peor enemigo, mucho antes de que naciese Ovidio, y por eso no todos olvidaron la lengua guajira, que se convertiría en el eco callado y creciente de todo el litoral. Era por aquel gen callado y oculto que resistió al adoctrinamiento que Ovidio a veces, y la mayoría de ellas ahora que estaba viejo y que comenzaba a evaporarse en el mundo, se oía a sí mismo suspirando un par de palabras chabacanas, como él las llamaba; y entonces se quemaba las manos con un cigarro, su fiel compañero desde que descubriera el tabaco allá por su juventud, en las lejanas plantaciones de Macao. Por eso sus manos estaban vendadas desde hacía meses, porque aquel invierno amenazaba con borrarle de la faz de la tierra, y su chabacano resbalaba con una frecuencia inusitada, y las llagas y úlceras de sus manos no era, como él gruñía, mintiendo sin fe, por culpa de los cocodrilos (los únicos que había estaban en la jungla, o en sus recuerdos de los días de contrabando en Florida, cuando aún el americano no había edificado sobre sus ciénagas de chamanes y vudúes).

Y también por eso, cuando Nana comenzó a hablar en aquella lengua prohibida, en Ovidio creció una ira incontenible, y, por primera vez en muchos años, se levantó sin ayuda del sofá, crujiendo a la par huesos y mueble, y se abalanzó a por su mujer con una velocidad indecible y una determinación wagneriana.

sábado, 23 de noviembre de 2013

Cuento corto: Plata

Dalia se incorporó sin pereza sobre la gigantesca duna de cenizas de plata, voluble y tan brillante como cuando era candelabros y lámparas, y vajilla de Amberes, y oteó el sol sin demasiada desesperación. Entraba claro y radiante, entre la nube de humo negro que flotaba en torno a la silueta de la desaparecida casa, de la cual quedaba el carbonizado espectro rectangular, enorme y mitológico, en el centro exacto de ninguna parte.

De las desmedidas columnas corintias que soportaron las cúpulas imposibles, quedaban sólo los huecos entre las plantas carnívoras y los geranios que las habían rodeado con el paso de los años y años de abandono silencioso. Los asfixiantes vegetales, por el contrario, no habían sufrido el fuego, porque eran obra de la naturaleza; como las petunias del ala este; o la propia Dalia. Ahora todas ellas se dejaban mecer al unísono y sin pretenderlo por el viento, que, cruel y sádico, no paraba de dar vueltas alrededor de aquella colina encantada, según dijo en vida su abuela, para levantar las cenizas de todo lo que ya no le quedaba y llevárselas a algún lugar incierto y lejano, un viento que siempre había estado maldecido por la familia y que al final se había tomado su venganza.

Ni tan siquiera el fantasma de su abuela tenía nada más que aquella infinita pila de polvo y pavesas frías, y un montón de recuerdos ciegos y antiguos, atados a las raíces de la casa desde que se construyó, ciento dos años atrás. Aquel espectro de la enorme mujer se quedó muy de pie, más viva que su propia nieta, muda, silenciosa testigo y protagonista de su insólita desgracia. Con un gesto de reprobación, lloró de impotencia unas cuantas lágrimas invisibles, lamentando con los ojos el destino irremediable de su gloria pasada. Ella, que había sido el amor inalcanzable e inspiración de Gauguin, amante de césares y augustos, la mujer más deseada por los hombres y más aborrecida por las mujeres de todo el Caribe; ella, que había superado incluso a la muerte con el fin de preservar intacta toda su herencia, se despertaba sumida en la más absoluta de las miserias. Pero su condición de no-viva no era ningún impedimento para dejarse ser desvalijada por un detestable viento que ahora arremetía contra el único tesoro que aún se levantaba un palmo sobre el suelo denso de cenizas frías: las flores, regalo directo de cualquier sultán, que ella misma había plantado bajo la atenta mirada del cornudo de su marido, la excusa andante y  perfecta que avivó hasta su muerte la llama del amor infiel y satisfactorio.

 Las quiméricas flores ahora pugnaban por no ser arrancadas por aquel soplo matutino, mientras Dalia seguía inmersa en descifrar su propia mirada perdida. Desde la temprana muerte de sus padres por tifus y la tutela (casi regencia), de su abuela, había desarrollado hasta puntos inadmisibles el don natural de la clarividencia, su guía instintiva más fiable. Había previsto absolutamente todo, como el actual intento de su abuela para que el viento no se llevase las flores, que, con un sonido de pompa, brotaban de la tierra, con las raíces incluidas, y se quedaban estancadas en aquella corriente gris de aire malvado. De hecho, oía a sus espaldas los manotazos estériles luchando contra el remolino, e incluso un resuello marcado y pesaroso. En un principio quiso girarse y abrazar al único familiar que le quedaba. Pero luego se acordó de que también había previsto eso, y se dedicaba a prever más.

Su abuela, una vez el viento arrancó la última flor, se evaporó para siempre en el olvido, siendo tragada por la misma brisa que peleaba. Se despidió llorando de rabia y disgusto, igual que cuando murió por primera vez, herida de muerte por la avaricia que la había llevado a ansiar todo el oro del mundo, y que también la había llevado al paredón en la Gran Revolución. Ahora su tumba, cicatriz inexistente bajo todo lo que habían amasado sus glotonas manos en vida, quedaba poblada tan sólo por un montón de huesos sin significado, embutidos en un ataúd de mármol de Grecia, demasiado pequeño para aquel esqueleto de dinosaurio humano.

 Dalia también había vaticinado esto, y no se giró para despedirse de las lágrimas de ceniza en el viento que dejó su abuela. Tan sólo se quedó allí sentada, como lo había estado toda su vida, en silencio, como lo había estado desde que naciera. Todo aquel tiempo jamás lloró, ni siquiera de bebé, o se intentó comunicar; porque siempre supo lo que acabaría ocurriendo, de una manera o de otra, siempre supo que era el destino irremediable el que gobernaba el mundo con sus hilos invisibles. Todos los doctores, psicólogos y chamanes de pago la habían diagnosticado como a una retrasada, con el mayor de los respetos que infundían los cuartos que llenaban sus bolsillos tras sesiones y sesiones inútiles. Pero ella, y tan sólo el viejo mayordomo guajiro de la familia, sabían la verdad: Dalia preveía el futuro, y por eso no hablaba. Aquella maldición la dejó para siempre como un mueble más de los miles de aquella enorme mansión colonial, tal y como quedaba ahora.

Y así, Dalia se mantuvo muy quieta, sentada, prediciendo y prediciendo el mismo mundo que se creaba a sus ojos, viviendo sin pasado ni futuro, sin recuerdos ni sentimientos, tan sólo viviendo un presente que reconocía al instante cada vez que parpadeaba, recordando algo que surgía al momento frente a sus ojos. Durante años y años, hasta que murió, y los nativos de alrededor le hicieron una estatua a la orilla de la enorme masa de cenizas de plata solidificada, como si fuera un mar triste y seco. 


jueves, 3 de octubre de 2013

Chloé (la sombra)

Alguna vez los días de lluvia se llevaron entre gota y gota el mínimo rastro de sonrisa. Esos días, las sombras malditas de su piso (o quizás él era el huésped en un piso de sombras), se daban cuenta perfectamente y le daban un pequeño respiro. La inmensidad desoladora de la ciudad se llevaba su perspectiva mojada sobre los tejados que se extendían en el infinito, en espacio y tiempo. Se sentía entonces encerrado pacientemente en un gris pesado e incómodo, alejado incluso de su triste reflejo en la ventana, desfigurado por los miles de pequeños microespejos que caían del cielo con una constancia arrebatadora. Además, en aquella ciudad siempre llovía por horas, horas ociosas para las sombras malditas, que jugaban a esconderse de las pocas luces que iluminaban un piso de propietario indefinido. Era en aquellos días donde intentaba recuperar el verso perdido de Neruda, sin darse cuenta de que la respuesta estaba justo frente a él, deslizándose por la superficie de su ventana, que era como una barrera de seguridad entre su soledad incólume y el mundo calado que intentaba apartar aquellas nubes pesadas de su frente.

Todos los posibles recuerdos estaban enterrados bajo años de aprender a sobrevivir sin ellos, y aún así le seguían doliendo, como cicatrices evaporadas. Era por eso que los días feos, como él los llamaba, decidía quedase colgado de aquella ventana, que era como una salvación, un salto al vacío para no ver lo que conllevaba lo lleno. Los libros le mordían las manos, y Márquez, o Darío, se convertían en sus confesores y verdugos, y de ninguna manera se atrevía a escuchar música. Así, sus sombras danzaban sobre su cabeza, en las altas bóvedas del salón por el que alguna vez se deslizó Chloé, sin hacer ruido, tal y como ahora. El rastro de su aura quedó atrapado en aquella atmósfera dorada, digna de algún cuadro de Velázquez, y su rastro era un camino de perdición para él, que lo seguía cada mañana, acariciando las paredes que contenían para toda la eternidad lo único que quedaba de ella: la silueta silenciosa. Cierto día, se dio cuenta de que aquello era una sombra, y un recuerdo, y volvió a caer en la desidia de los días de luvia.

lunes, 9 de septiembre de 2013

El mordisco. (el invierno)

El trazo de sus dedos en el aire indicaba inequívocamente una presencia de ánimo apesadumbrada. Se sorprendió más de una vez mirando al infinito sin ningún tipo de reparo o discreción, una mirada que parecía devorar los kilómetros y que consumía a cambio la luz del sol. Por eso había dejado todo atado y bien atado, para no tener ningún tipo de excusa que le rogase volver. Desterró también de su repertorio a Debussy, a Chopin, y a cualquier otro piano francés que pudiera sangrar en su cuarto los días de lluvia, resbalando por las paredes e inundando su alma. Muy a su pesar, dejó de lado también la asistencia al vuelo planeado de sus ideas al atardecer. Como quien se aferrase a una estrella suicida, erraba perdido, pero al menos entero. París, gentilmente, le había entregado un invierno frío y seco, que hacía las veces de verdugo y escultor, cincelando la ciudad a su antojo de sádico, congelando el Senna y congelando las ávidas manos de Áureo cuando se quedaba admirando la precisión barroca con la que la Torre Eiffel simulaba balancearse, queriendo imitar a los árboles. Pese a todo, Áureo sabía que se mentía a sí mismo, delatado en el brillo de su mirada. Sabía que escuchaba a Debussy y a Chopin casualmente en los mismos cafés todos los días, que en realidad odiaba el frío, que añoraba ver volar a sus ideas dibujando círculos en el techo, y que no miraba al infinito, sino donde realmente deseaba estar: siempre al oeste al anochecer, siempre al este al amanecer. Áureo necesitaba el sol, y con él volver a coincidir con su sombra, que no era sino un molesto extraño que daba tumbos sin encajar un sólo momento con él.